Los tacones de Proust

Ayer entré en la habitación de una chica por error. La mía era la 124, pero, andando despistado y con dos Leffe de más, me colé en la 128. Yo iba mirando el suelo y, cuando vi una puerta a medio cerrar a la altura de la que creía que era mi habitación, entré corriendo, asustado, pensando que me lo habían quitado todo. No tanto por las camisas sucias, sino por el portátil y las nuevas gafas ray ban de realidad aumentada que acababa de comprar esa misma mañana. Entré como una exhalación hasta la cama. Eché de menos mi maleta; no estaba. Mi ropa desparramada por la cama, nada, todo vacío, ni rastro de algo mío y solo entonces me di cuenta de que había unos preciosos zapatos de tacón, uno cruzado sobre el otro -como quien se los ha quitado con prisa- a los pies de la cama.

Me quedé allí, parado, con el murmullo del aire acondicionado susurrándome secretos en una lengua que no podía descifrar. La luz de algún anuncio cercano se filtraba a través de las cortinas, pintando sombras en el suelo que parecían danzar con mis pensamientos. No había rastro de ella, solo el perfume persistente y esos zapatos, testigos mudos de una vida que no conocía. Me senté en la cama, consciente de la intrusión de mi presencia. La cabeza me daba vueltas, no por el alcohol, sino porque no alcanzaba a entender qué había pasado. ¿Y si ella entraba y me encontraba allí, un extraño en su habitación, un invasor de su privacidad? Pero había algo en ese desorden, en esa fragancia, que me mantenía inmóvil, reflexionando sobre las vidas paralelas que nunca se cruzan y los errores que, a veces, nos ofrecen un fugaz vistazo de lo que nunca llegaremos a ser.

Inmóvil, sentado sobre esa cama extraña, pensé en todas las cosas que no somos, todas las pequeñas casualidades que han cambiado nuestras vidas, todas esas decisiones minúsculas -mirar el móvil en vez del número de habitación mientras andaba- que han dado pie a esas pequeñas coincidencias. El día que dije sí sin pensarlo dos veces a ir a Polonia, porque tenía unas ganas locas de empezar algo nuevo. Aquel mensaje de LinkedIn que acabaría llevándome de nuevo a Madrid. Aquella cabina en mitad de aquella plaza, como una reliquia de una tecnología que ya no existe. Y tantas otras cosas que me han hecho ser quien soy. Pasaba todo rápido por mi cabeza. Hace justo una semana, en el balcón de mi casa nueva, con vistas a una ciudad a la que no me acostumbro, hablaba con mi amigo de toda la vida, con whisky japonés sin hielo, para aparentar que sabemos algo de whiskeys, o de la vida.

—¿Cómo sabes que todo lo que tienes ahora es lo mejor que puedes tener? —Le preguntaba—. ¿No crees que llega un momento, a veces muy pronto, a veces tarde, en tu caso nunca ha llegado, que nos conformamos y dejamos de buscar? —seguía martilleándole mientras movía unos hielos que no existen para aplazar el momento duro de llevarme el whisky a la boca y aparentar que no rasca—. ¿No crees que siempre hay una mejor pareja posible, alguien con quien te podrías llevar mejor, alguien con quien la pasión dure más, alguien más parecido a ti en las cosas que de verdad importan? ¿De verdad no lo crees? —rematé, haciéndome el ánimo de pegar el sorbo.

Como la famosa magdalena de Proust, esos tacones abandonados en la moqueta me habían trasladado a mis pensamientos más ocultos, habían sacado a luz todas esas preguntas que llevaba meses enterrando en horas y horas de trabajo. Me aceleraban el pulso, me estaba dando una taquicardia, seguro, principio de infarto. Me sacó de ese trance el ruido de la ducha; caía agua en el baño que acababa de dejar atrás, justo al lado de una puerta abierta -ahora- de par en par.

En mi mente, el diálogo, que acabó en borrachera, de la semana pasada seguía reproduciéndose como un podcast que te has dejado puesto en los auriculares mientras vas a dormir.

—¿Lo mejor? —me respondía, ya no sé si en la imaginación o en la conversación real—. Buscar el máximo en una vida sin límites es la perfecta ironía. La mexicana que te contaba ayer no es perfecta, pero ¿acaso yo lo soy? La perfección es una ilusión y yo, por mi parte, prefiero no ver sentido en la búsqueda sino en el encuentro. —Ah, pero verás —continuaba, él ahora también contagiado en mover el vaso como si tuviera algún mísero hielo—, el amor es como esos problemas matemáticos de máximos y maximales. Puedes encontrar un máximo local, algo que parece ser lo mejor en un entorno cercano, pero siempre te quedará la duda de si hay un máximo absoluto, algo mejor en algún lugar lejano del dominio. Y mientras te pierdes en esa búsqueda infinita de la pareja ‘óptima’, podrías estar ignorando un maximal bastante decente que tienes al lado. No hay tiempo infinito para explorar el dominio, ¿me sigues? O buscas o encuentras, no podemos tenerlo todo —levantaba entonces su vaso en un brindis imaginario, con la ironía o el whisky empezando a dibujar chispas en sus ojos.

En ese mismo momento, ella salió de la ducha, enrollada perfectamente en su toalla, y me sacó de golpe de esa fantasía momentánea. Me quedé congelado, mirando ese pliegue perfecto bajo el hombro derecho que me hizo llevar mi mirada rápidamente al tatuaje en forma de flor en su clavícula. ¿Flor de lis, en serio? Las gotas aún resbalaban por su cuello y la boca, abierta, ahogaba un grito de espanto. Era Lorena, Lo, la directora de importación de la multinacional con la que me había reunido esa mañana.

—¿Qué haces aquí, qué cojones haces tú aquí? —Dijo en un vulgar inglés con acento italiano.

Me la jugué, como quien sabe que no lleva cartas:

—¿Perdona? Esta es mi habitación. ¿Qué haces tú aquí? ¿Cómo has entrado?

Su rostro pasó del shock inicial a una mezcla de confusión y furia; sus ojos, aún húmedos del agua de la ducha, escudriñaban los míos en busca de una explicación lógica, una que ni yo mismo poseía. La toalla, que perdía fuerza y parecía que disipaba la perfecta compostura que ella misma traía al salir de la ducha, empezaba a desmoronarse, lo que sin duda era la única barrera que nos protegía en aquel instante de vulnerabilidad.

—¿Tu habitación? — replicó, su voz temblaba, pero había una firmeza en ella que me decía que no se dejaría intimidar fácilmente—. Esta es la habitación que me han dado en la recepción, tú, ¿cómo diablos entraste?

Su acento italiano se hizo más pronunciado con cada palabra, cada sílaba cortada con precisión y teñida de una indignación justificada. Me encontré a mí mismo retrocediendo hacía una de las esquinas de la cama en la que ya me había sentado; las palabras se agolpaban en mi garganta, pero ninguna parecía adecuada, ninguna podía desenredar el embrollo en el que nos encontrábamos. Y en ese silencio, en esa pausa cargada de preguntas no formuladas y respuestas no dadas, algo en su mirada cambió, una resignación momentánea, quizás, o un reconocimiento de la absurdidad de nuestra situación. Y en un suspiro, la tensión pareció empezar a disiparse, dejándonos a ambos en la cuerda floja de lo inesperado.

Le pasé su maleta, que acababa de darme cuenta de que estaba casi sin abrir a un lado de la cama, y le dije:

—Vístete, por favor. Yo voy a recepción a aclarar este embrollo, pero no te preocupes, si hace falta que me den otra habitación o lo que sea. No te preocupes, de verdad. Lo arreglo.

Mi tono cambió; el farol parecía que había colado y necesitaba tiempo para recapacitar. Ella entró al baño, susurrando:

—Mamma mia, ma che cavolo sta succedendo qui?! Non me lo posso credere!

Yo, recompuesto ligeramente, salí corriendo. Entré a mi habitación, recogí todo como pude y lo metí en la maletita de mano, cuero marrón, tipo duffle, que siempre llevaba conmigo. Dejé pasar unos ocho minutos -siempre ocho- y volví a llamar a su puerta. Maleta en mano y con la mejor cara de póker que tengo.

—Arreglado, me han dado la habitación 124, justo al lado, parece ser que nos habían asignado a los dos la misma puerta. Nos invitan a cenar por el error, lo siento muchísimo —dije.

Ella me miró de arriba a abajo, como buscando grietas en mi historia, que las tenía todas. Yo sonreía, pensando: «Si te das cuenta, no lo digas». Ahora ya estoy fuera, tú estás vestida y de esto solo podemos reírnos. Se quedó allí, en el umbral, con una mezcla de incredulidad y diversión bailando en sus ojos. Su mirada se posó en la maleta, luego en mi rostro, y una sonrisa lenta, cautelosa, se dibujó en sus labios.

—¿Así que nos invitan a cenar, eh? —Su voz era suave, pero había un matiz juguetón en ella que me hizo soltar un suspiro de alivio.

—Sí, una especie de disculpa por el lío que nos han montado —respondí, intentando mantener la ligereza en mi voz.

—Bueno, supongo que es lo mínimo que pueden hacer después de todo este lío —agregó, cruzándose de brazos y apoyándose ligeramente en el marco de la puerta. 

Y en ese pequeño gesto, en esa inclinación de su cabeza, vi una invitación tácita, una oportunidad de convertir un error en una anécdota, un desliz en una victoria compartida.

—¿Nos vamos entonces? —pregunté, y ella asintió, cerrando la puerta mientras nos dirigíamos juntos hacia el ascensor, dejando atrás la confusión y caminando hacia el hall con toda la incertidumbre y la libertad de saber que una historia está empezando.

La seguí, dos pasos detrás de ella, respetando las distancias, pensando que lo mejor de esos momentos que te cambian la vida es que no eres consciente mientras te pasan. Tardas muchos años en identificarlos. Pero no hoy. Hoy llevaba las gafas nuevas, a estrenar, y el pop-up tipo holograma me subió la adrenalina: “Potential lifetime couple matching: 92,34%”.