Dejé de leer, sin darme cuenta, dejé de pensar conscientemente, sabiendo que escribir es el metrónomo que marca el paso del tiempo. Pasaron casi cinco años que se convirtieron en 6 párrafos mal escritos. Antes, cada domingo era una carta a mi yo de la semana pasada. Hoy los domingos no son más que el inicio de otra semana. Se casaron las musas y tuvieron tres o cuatro hijos. La tú de mis galeradas dejó de mandarme mensajes a las 00:00 cada cumpleaños. La chica que Vegas decía que se despertaba cansada de pasearse por mis sueños ahora duerme mejor gracias a una aplicación de Mindfulness. La niña a la que le rompí el corazón se hizo mujer y me bloqueó en Twitter. Tú ya no eres tú, eres ella. Pero de esto ya nos habían avisado los cantautores. Las princesas, sin más cuentos, se acostumbraron a sus príncipes que trabajan a media jornada de funcionarios en los castillos que construimos a plazos. Cenicienta compra en Zalando zapatos que puedes devolver en 180 días, ya no pasa nada a medianoche. Las cintas que grabé son ahora listas de Spotify para jóvenes que ni saben quién es Silvio Rodriguez. Ojalá pase algo que te lleve de pronto. Las letras de entonces suenan huecas ahora. Mis relatos, tan cortos como aburridos, se acumulan como borradores en este blog que coge polvo. El libro que prometí escribirte se quedará sin la dedicatoria tan amarga que tenía pensada. Y juro que te llamaría esta noche mismo para reírnos de todo esto sino fuera porque tu número sigue siendo el único que me sé de memoria. Puto Instagram que nos está dejando tontos.
No me entiendas mal, aún hay esperanza.
La esperanza, como siempre, pasa por volverlo a poner todo en duda. Por volver a abrir el portátil en trenes, aeropuertos y salas de espera. Por leer cosas que escuezan. Por escribir cosas que duelan. Por volver a pensar que algún día en la primera hoja de ese libro se encontrarán de nuevo nuestros pasados, como los abuelitos de los parques; con su mejor ropa, en dos cuerpos gastados, mirándose con ternura en el único banco donde da el sol. Ahí, al final del parque, se pasa la tarde susurrando entre risas contenidas que al final resultó que sí valía la pena, y que el único reproche después de tantos años es no acordarse mejor, el tiempo y sus desgastes. La memoria como el último refugio y los recuerdos, escurridizos como peces en un estanque, son imágenes en color sepia que si cristalizasen estarían gastadas por los bordes de tanto manosearlas. Como esos viejitos, yo no me arrepiento de nada. Solo me entristece que la ciencia no llegará a tiempo para inventar frascos donde guardar momentos. Porque me conformaría solo con tenerlos todos a la vista en una estantería. Fíjate si pido poco. Por eso es necesario escribir, porque la única verdad es que todo se olvida y lo bueno dura menos y lo malo no cuenta sino eres capaz de recordarlo. Acariciar tus cicatrices como el que acaricia a un gato que sabe que vuelve por las noches por muchas casas que visite.
Entiéndeme mal, que de todo uno se cansa.
A ver, reinvéntate o vete a la mierda. Déjate de abuelitos, recuerdos y gatos. Que hasta el príncipe se cansó de su puesto de funcionario. Recupera de algún sitio la rabia con la que escribías o deja de hacerlo. Que si eres lo suficientemente listo comprenderás que la calma de esta tempestad dura más de la cuenta, que como dijo Ortega toda realidad que se ignora prepara su venganza y afila los cuchillos, usa la razón, aguza los oídos. Estate alerta. Escribe porque algún día desearás que fuera hoy y hoy se acaba en un rato. Porque hay que repasar periódicamente los valores y combatir diariamente la mentira, porque las noches que han de venir serán muy largas, o como ya hemos dicho, porque despertarte con ella no puede hacer que dejes de desearla. Escribe, para domar la sinrazón que se acumula o simplemente para que no te estalle la cabeza.
Abre las ventanas y airea esta habitación, que hasta los recuerdos huelen a cerrado.