El domingo me desperté una vez más con resaca. En el vigésimo primer piso del Strata. Ben me tuvo hasta el amanecer contándome que no sabía cómo dejar a María. Ella es actriz, él programador y hace dieciséis meses de sus primeros tres meses juntos. Nos conocimos el sábado, Ben vive en Elephant and Castle, ella en Malasaña. Dormí en un colchón en el suelo, con manchas de sustancias irreconocibles que dibujaban un mapamundi casi perfecto y sabiendo desde el principio que me arrepentiría de responder sí a «¿te tomas unos Pacharanes en mi casa?». Así fue, al día siguiente caminé arrastrando los pies por la orilla del Támesis de vuelta a Fulham. Con la bufanda salvándome la vida, la música más triste posible y deambulando concienzudamente hacía el barco-terraza de Vauxhall. Full English Breakfast, Ibuprofeno y Bitburguer: desayuno perfecto para el último domingo de noviembre. Un día cualquier sino fuera porque me dolía sobremanera esa vieja herida mal curada: la distancia.
La distancia que alegará Ben cuando llame a María. La que me separa hoy de ti, la que siempre me acaba separando de lo que fuera que sea que viene después. La de los cuatro meses que hace que salí de un coche robando besos que no merecía y mi consiguiente silencio reglamentario. La de los años que cumple Halloween cada noviembre o los lustros que me separan del mítico email de ‘el final de la primera parte’. La de los decenios que hace de aquella cabina o la eternidad que empezó con aquel último abrazo. Medida a veces en tiempo, pero muy jodida ella siempre: la distancia.
Miles de kilómetros que hacen que esta noche no cenemos juntos, ni mañana nos arrepintamos de los excesos del vino especiado. Porque anochece en Londres a las 4 en diciembre y el frío trae siempre miedos y lo que parecía fácil en verano te hace sentir ahora cobarde. Debería coger la mochila e irme, sin mirar al pasado, haciendo caso omiso del ruido ensordecedor de las jornadas de 9 a 5. Acabar de golpe con la distancia, a veces, de lo que quiero ser; siempre, de lo que quise que fuéramos. Ya me lo dijeron todas ellas antes: “esperas siempre demasiado”.
Aunque hay peores distancias: la de la mentira que no confiesas, la de los dos centímetros que no se recorren por miedo a dejar de ser amigos, la de la personas que nunca dejas de querer, la de la madre que escucha llorar al otro lado del teléfono o la del que duerme con alguien a quien dejó de amar sin importarle cuándo. La distancia del que viaja cada semana al norte sin un ápice de ganas. La del que aguanta callado sus propias inconfesables y más duras miserias. Muchas difíciles, algunas crónicas, casi todas insalvables: las distancias.
Porque aprendimos de la peor manera que huir hacía adelante añade kilómetros pero no te acerca a nada ni a nadie. Comprobamos que los fantasmas te persiguen sin importarles la geografía, que los kilómetros no alejan los recuerdos, ni endulzan las mentiras, ni desaniman a las chicas que se pasean descalzas por los sueños de los cabezotas y los melancólicos.
Distancia del final es saber que te quedan unos cincuenta años de media. Que hay uno o dos nombres que quizá se queden sin poner, que nunca sabes quién será tu última oportunidad de ser feliz y que acojona reconocerlo en voz alta.
Distancia de ti que eres lo mejor que me ha pasado nunca. ¿Cómo pedirte que te vengas conmigo y arriesgarnos a perderlo todo?
Ben me dijo que leyendo el otro día a Ortega es cuando se dio cuenta que lo suyo con María se había acabado: “Toda realidad que se ignora, prepara su venganza.”
Uno sólo se distancia de lo que cree que no importa lo suficiente. Ese es el problema de confundir las prioridades.
Noviembre, ¿a cuántos kilómetros de mí mismo acabaré por encontrarme?