El vuelo salía en dos horas pero la decisión ya estaba tomada. Buscamos una esquina tranquila donde poder abrir la maleta y hacer el reparto. Yo estaba dispuesto a llevarme mis cosas en la bolsa de plástico para la ropa sucia y así acabó siendo.
Mientas caminábamos en silencio no pude evitar recordar la ilusión con la que compramos esos billetes. Iba a ser el comienzo de una nueva vida, la demostración definitiva de que existen las segundas oportunidades. Ahora sé que, una vez más, nos estábamos equivocando.
Ella apareció de la nada, después de 7 años de silencios y mensajes no respondidos. En aquel correo que desmontó mi vida solo pedía quedar a tomar una café. Mis mayores desastres han empezado siempre con un café de por medio, este no iba a ser una excepción. El café acabó en cena y a la cena la siguieron varias botellas de vino. El vino llevo a la cama y la cama al balcón; allí compartimos de nuevo cigarros y mentiras disfrazadas de sueños. Ella decía haber cambiado, expresión que de por sí ya debía haber hecho saltar todas las alarmas. Yo al mirarla no podía evitar recordar al chico que fui. “Añoranza de uno mismo” es como llamaría a esa especie de síndrome de Estocolmo donde uno es a la vez secuestrador y secuestrado.
Bastaron cuatro semanas de agosto para ponerlo todo patas arriba. Cocinábamos couscous y bebíamos vino blanco antes de dejar todas las noches las sabanas empapadas. Su ventilador no funcionaba y mi raciocinio también se demostró estropeado. Fuimos a una agencia de viajes y nos gastamos todos los ahorros en dos vuelos que nos permitían viajar un año entero sin rumbo fijo. Los únicos requisitos eran volar siempre de oeste a este, no dar más de cinco saltos en cada continente y no repetir ningún destino. El plan era no tener plan, la improvisación como objetivo. Nos apasionaba mirar al futuro como el que mira un lienzo en blanco. Decíamos no tenerle miedo a nada, dijimos muchas tonterías.
A mi familia le costó entender por qué me dejaba el trabajo. No me faltaba dinero y tenía un buen puesto, pero todos creían que era la suerte la que me había colocado allí y que no volvería a brindarse tal oportunidad de nuevo. Recuerdo el día que subí a la vigésimo quinta plan para hablar con el jefe de recursos humanos:
– Me han dicho que quieres dejar tu puesto para dar la vuelta al mundo, ¿debe ser una broma no?
– No, no lo es, pero tampoco espero que lo entienda.
-¿En serio? Y qué pasa si cuando decides volver la sociedad ya no tiene un puesto para ti
– Mire, ¿sabe usted qué pasa? aún creo en esta sociedad pero ya no la practico.
– Tienes razón no te entiendo.
– No esperaba que lo hiciera. Buenas tardes. Chau.
Ella vivía sola en un viejo piso alquilado de cinco habitaciones. Nunca sabes cuál será la localización de tus mejores recuerdos y solo con el tiempo he llegado a entender porque esos muebles destartalados y aquellos interminables techos han acabado convirtiéndose en el único lugar en el que he creído ser genuinamente feliz. En el comedor colgamos un gran mapamundi y nos dedicamos a marcar con chinchetas aquellos sitios que debíamos visitar. No valía con marcar una ciudad, había que añadirle en un post-it el porqué, y así el mundo acabó plagado de referencias musicales y literarias. Solo recuerdo Indiana, Montevideo, Iguazú, New York o Tokio y a Bach, Benedetti, Borges, Auster o Murakami como algunos de los culpables. Si tuviera que quedarme a vivir atrapado en 5 minutos de mi memoria elegiría cuando ella saltó con un respingo de la cama para buscar en google la coordenadas exactas de Comala.
– ¡Espero que no estén todos muertos! ¡Hay que ir allí ¡Entenderemos porqué al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver!

Lo dijo entre risas, llevando como única prenda aquella camiseta de tirantes en la que una rubia descarada muestra con la espalda descubierta su digno y erguido dedo a aquel que ose mirarla. Despeinada y rebelde como la chica de la impronta, volvió a la cama dando saltitos y amenazando con unas garras imaginarias que acabarían dejando cicatrices reales.
Dicen los estudiosos que la felicidad está en la antesala de la propia felicidad. Que el momento de euforia de una cita es justo mientras te preparas para quedar, incluso mucho más que durante la propia cita. En el sexo es algo similar, saber que la situación se acerca libera más endorfinas que el acto como tal. Con los viajes supongo que pasa lo mismo. Las semanas que pasamos imaginando cómo sería el próximo año fueron sencillamente maravillosas.
Por si la cosas no eran de por sí bastante complicadas decidimos hacer una fiesta de despedida para familiares y amigos. La llamamos la “No-Boda” y originalmente no distaba mucho de la clásica y manida confirmación pública de una relación ante seres queridos, huyendo, eso sí, de todos los adornos eclesiásticos. Finalmente, quisimos ser transgresores y auténticos, ya que por entonces nos creíamos –literalmente- los reyes del mundo, y decidimos hacerlo todo un poco diferente. No había que traer regalos sino una buena botella de vino y un amigo desconocido. Queríamos convertir la fiesta en un alegato a la amistad y a la improvisación. A cada uno le hicimos imprimir su nombre y sus sueños en una bonita tarjeta que todos llevaban visible en solapas o escotes: invitamos a los asistentes a venir con su cita favorita impresa en unas camisetas de colores. Todos y cada uno de los invitados siguieron las premisas pese a pensar que estábamos completamente locos. La analogía era fácil: si nosotros somos capaces de cumplir nuestro sueño vosotros también los sois del vuestro. No había curas sino actores que se encargaban de leer textos que nosotros cuidosamente habíamos seleccionado y músicos que, una tras otra, tocaron todas esas canciones que alguna vez fueron recopilatorios en viejas cintas o simplemente CDs etiquetados con un conciso “Para ti”. En las paredes se proyectaban videos que nuestros amigos nos habían preparado. Una tras otra desfilaban fotos con sonrisas, viajes, fiestas y bucólicos paisajes haciéndonos, si cabe, un poquito más conscientes del efecto del tiempo sobre todos nosotros. Por momentos parecía más una fiesta de solteros que lo que pretendía ser: la caricatura de una boda. Y si tengo que reconocer un gran error fue que no valoramos la sensación que aquella oda a la no-rutina causaría en las parejas casadas. El alcohol, la música y la increíble sensación de compartir con desconocidos los detalles de tus sueños hicieron de aquello una experiencia demasiado extrema. Muchas personas dejaron el local a las pocas horas de empezar, escandalizados por el cariz íntimo, burlesco para algunos, en el que acabó tornándose el evento. Si tu vida era aburrida ese no era el sitio para estar. Por otra parte sé que un par de parejas se conocieron aquella noche. Entre ellas la arquitecta hermana de la no-novia y mi amigo italiano. Ahora viven en un barco, como parece que ambos decían en sus tarjetones, y ella vende acuarelas por internet.
Recuerdo como los dos nos subimos al hotel exhaustos ante todo lo que habíamos vivido esa noche. Mirando hacia atrás fue una borrachera de recuerdos y quimeras a partes iguales. Todos fuimos por unas horas lo que siempre hemos queridos ser, ¿existe una droga mejor que esa? Yo sé que gran parte de aquello fue artificial y que si lo volviéramos a hacer nadie vendría pero… ¡son tas bonitas la primeras veces!
Después de la no-noche de bodas nos tocaba recoger las maletas e ir hacía el aeropuerto. Yo me desperté sabiendo que algo fallaba y recuerdo desayunar tres cruasanes bajo un sepulcral silencio. De repente ella era una extraña para mí, algo había cambiado en su mirada. No sabía de qué hablar, no sabía qué hacíamos desayunando juntos y mucho menos qué íbamos a hacer durante los próximos meses vagando por el mundo. La miré de nuevo: me era totalmente desconocida. Me di cuenta de que las últimas semanas había estado reviviendo los momentos que tan feliz me hicieron siete años atrás, pero nada mas. Ella ya no desprendía esa electricidad al tocarla, ya no olía tan bien, ni si quiera era tan simpática como la recordaba. Todo era mejor en mi memoria.
Cuando entramos al aeropuerto lo dos sabíamos que algo estaba a punto de pasar. Conocíamos bien esa sensación. La cogí de la mano y nos sentamos en un banco apartado de los mostradores de check-in, entonces le dije:
– ¿De verdad quieres hacer esto?
– No lo sé.
– No sabes qué.
– Todo debería ser más fácil.
– ¿Que quieres decir?
– No lo sé, prefiero no hablar.
– Pues nos quedan 13 horas de vuelo por delante y un año de viaje. No es un buen momento para no querer hablar.
– No lo sé te lo repito. Es que ayer me fijé en alguien. ¿Te acuerdas de aquel chico con la guitarra? No me lo quito de la cabeza.
– ¿Sabes qué? creo que deberíamos dejarlo. Déjame que saque un par de cosas de la maleta.
– No puede ser ¿Te vas a ir así?
– Sí, acabo de comprender la razón de este viaje. Ignoro lo que busco pero sé de lo que huyo y ahora mismo, básicamente, debo huir de ti. De tu recuerdo.
Ella rompió a llorar y yo abrí la maleta para sacar lo único que me importaba: una par de libros y mi camiseta de la noche anterior. La frase que yo elegí era de Faulkner: “Entre el dolor y la nada elijo el dolor”.
Le dejé el resto de mi ropa, por no hablar de champús y calzoncillos. Con la bolsa de Mercadona en la mano me dirigí al mostrador. El vuelo salía en dos horas y yo, por fin, tenía toda la vida por delante.
A Comala acabé yendo solo y decidí no volver nunca más.

Relato inspirado en una frase del Maestro Sabina: «En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver.»