Llevábamos desde el mediodía en la cama, nos había dado tiempo a dormir, a sudar y hasta a sentirnos incómodos por sacar a relucir, una vez más, esas preguntas que llevábamos demasiado tiempo postergando. Cuando los sábados por la tarde bebía cervezas en aquella terraza de Fulham deseaba pasar las horas aquí contigo, hoy lo cambiaría todo por una pinta sin prisa, ni preguntas, ni porqués.
Te dije que sería buena idea ir a cenar, necesitaba aire fresco, y tú dijiste que te daba igual: Nada duele más que la indiferencia. Salimos andando de nuestro pequeño apartamento en Earls Court, “¿Te acuerdas cuándo entramos aquí por primera vez?” estuve a punto de preguntarme, pero tú estabas demasiado atenta a tu móvil y yo no quería molestar.
Anduvimos hasta el 606. Por el camino yo intentaba rescatar del olvido la cara que pusiste el día que entramos juntos por primera vez. Te aseguré que aquel era el mejor sitio de Jazz de la ciudad, “soy tuya, llévame dónde quieras esta noche” dijiste mientras te vestías de nuevo en uno de esos días en los que uno se quedaría a vivir para siempre. El lugar, ese antiguo almacén a las orillas del Támesis, no ha perdido el encanto del primer día. Sigue ahí la misma lúgubre puerta que tan mala espina te dio cuando esperábamos a la intemperie, sintiéndonos observados desde la mirilla. “Use the buzzer” ponía y recuerdo que mientras aquel conserje con aspecto de mercenario nos inspeccionaba, tú me abrazabas instintivamente buscando seguridad. Yo mientras –lo confieso– no dejaba de pensar en llevarte de nuevo a mi cama.
Volvimos al 606, sabiendo que nada es ya lo mismo, conscientes de cómo nos estamos distanciando. Nos sentamos uno frente al otro, muy cerca de trompetista, sabiendo que esta vez yo no pediría cambiar el sitio para poder pasarte la mano por la espalda y que tú ya no me preguntarías porqué nunca te había dicho lo guapa que estabas. Atrajiste las miradas del local con ese vestido corto y negro que tan bien había aprendido a quitarte sin la torpeza de las primeras veces. Llevabas el pelo recogido dejando a la vista ese cuello que alguna vez fue mi religión.
La música empezó y cada uno se evadió en sus propios pensamientos. Yo no sé si estabas abstraída por la música, como aquella vez que me hiciste escuchar Chopin durante horas para explicarme qué era la cadencia interrumpida, o quizá pensabas en lo duro que sería volver el lunes a esa oficina que estaba matando tu creatividad y desmoronando tu sonrisa. El ruido, o la desidia, hicieron que no llegara a preguntártelo. Lo que sí tengo claro es qué pensaba yo durante esos riffs improvisados: Yo quería salir de allí, huir de aquella pequeña celda que habíamos construido con tanto cariño y sin darnos cuenta.
La primera vez que me preguntaste cuánto tiempo estaría en Londres te contesté convencido –casi arrogante- que estaría hasta que me sintiera cómodo, que luego habría que marchar. Te solté toda aquella charla enlatada sobre la zona de confort y lo importante que era hacer aquello que te daba miedo: “Whatever scares you, go do it.” No sé si por entonces te sedujo mi locura o ese idealismo tan teórico como ingenuo. Algo sin duda hizo clic, por eso a las cuatros semanas estábamos viviendo juntos. ¿Te acuerdas?
Hoy sentado frente a ti en el lugar donde esto empezó, me doy cuenta de cuánto nos hemos acostumbrado a todo. Hasta las sesiones de jazz en sótanos clandestinos nos parecen algo cotidiano y por más que lo pienso me cuesta saber qué es ahora lo que nos da miedo. ¿Nos pasó acaso como en aquel relato de Benedetti donde él dice que daría cinco años de su vida por enamorarse de aquella preciosa mujer y de repente se da cuenta de que los años pasaron y ya no se quieren? ¿Tú crees que nos ocurrió eso a nosotros? Yo te miro y sé que sigues siendo lo mejor que me pasó nunca, aunque ahora no tenga ni la más remota idea de qué nos está pasando.
Pienso en Singapur, en New York, en Buenos Aires, en todas esas ciudades que nos permitirían empezar de nuevo. Pienso que eso no es más que huir, cambiar el problema en vez de encontrarle solución. Pienso que quizá llevo haciendo eso demasiado tiempo y que al cambio, como a la rutina, también se hace adicto uno. Pienso que todavía te quiero aunque haga meses que no te lo diga.
Se acabó la música y se vació el local, la camarera trajo otra jarra de agua mientras yo pagaba sin dejar de pensar que al llegar a casa te escribiría esta carta.
Tú ahora duermes en ese diminuto cuarto en el que me hiciste poner persianas para que no te molestara el sol. Duermes y sé que ningún sueño puede mejorar estos tres años de felicidad que nos hemos regalado. Yo escribo mientras dejo que suenen una y otra vez todas nuestras canciones. No puedo comprender porqué pero sé que esto se acabó. En este país que nunca deja de llover hoy agradezco más que nunca ese sonido desordenado acompañando mis teclas. Todo se terminó, como dicen por ahí: gastamos el amor de tanto usarlo.
Saldré sin despertarte y no cogeré nada porque nada me llevo. Todo lo que soy ya te lo di.
Ojalá esto sirva para que vuelvas a escribir poesía y yo empiece por fin ese libro que llevo años postergando.
Fue en el viejo garito de jazz, mientras te quitaba el abrigo, donde entendí que irme es hoy por hoy lo que más me asusta el mundo. Tú y yo prometimos ser fieles a una única verdad: “Whatever scares you, go do it”. Y las promesas solo cobran sentido cuando se cumplen.
Espero que sepas perdonarme, el lado bueno es que esto se acabó justo cuando empezaba a ser aburrido.
Una pena lo sé, pero los dos intuíamos que –como la Nada en Fantasía– la Zona de Confort acabaría por alcanzarnos. Quizá nos faltó encontrarle un nombre.
Te quiero. Me voy. Y está todo dicho.
Dedicado a las princesas que no se creen que lo son y a los nombres que nunca usamos.
Fantasía 2013.