Deberías ser pianista y yo loco. Y así lo imprimiríamos en nuestras tarjetas de visita y en nuestras invitaciones de boda y hasta en nuestras lápidas. Y cuando conociéramos a alguien nuevo le daríamos la tarjeta bien doblada, con sátira y sin disimulo, como si todo esto de sobrevivir no fuera más que un juego.
Deberíamos apuntarnos a un club de vino y emborracharnos al menos dos veces al mes y las botellas que sobren llevarlas a las cenas de nuestros amigos para emborracharnos con ellos o ellos contigo, veladas sin compromisos ni apariencias. Eso sí, nada de destilados, nunca. Nosotros únicamente bebemos vino y lo acompañamos de conversación, de interminables diatribas perdidas en palabras que al día siguiente no significan nada. Como tiene que ser. Deberíamos localizar también a un buen tipo que venda marihuana. Sí, lo sé, a ti esto no te parece bien, pero desde esa noche en la que te dejé afónica solo con caricias eres un poco más permisiva con ese tipo humo. Ya lo escribió Bukowski, también lo sé, es un cliché, pero es que no me canso de repetirlo: “Emborráchate…de vino, de poesía o de virtud, a tu gusto.”
Decía que tú tocabas el piano y que yo lo oía al llegar a casa los lunes y los martes y lo miércoles y, en fin, toda la interminable semana. Decía también que yo soy loco porque no puedo dejar de pensar en ti ni cuando estoy dormido, por las noches me asusto y grito tu nombre y tú te despiertas y me besas y me pides que cierre los ojos y que no se me cure nunca esta locura. Y así pasan los días. Pasan los días sin erosionarnos y eso sí que es un imposible. Siempre pensé que el único antídoto para la rutina era el cambio, abandonar, renunciar, hacerlo saltar todo periódicamente en pedazos y me equivocaba. Me equivocaba porque no te conocía a ti, porque a ti uno nunca acaba de conocerte, eres el famoso Aleph de Borges, la última página de una novela que el escritor nunca quiere acabar. Eres adictiva como la sorpresa y con tantos recovecos que a veces pienso que ando perdido dentro de ti. Entonces vienes tú y me rescatas. Me rescatas de mí, el más loco de los locos, y me llevas a sentarme a tu lado, en ese piano que compramos con los plazos de un sueño por el que fuimos capaces de hipotecarlo todo. Hasta el futuro, ese que nunca tuvimos.
Me encanta tu canción. Nunca dejes de tocarla, ni dejes de ponerte esa camiseta gastada que dices que huele a mí por mucho que la lave. Nunca dejes de bañarte cuando llueve, ni te seques el pelo antes de venir a la cama. No dejes de poner tus pies descalzos en el salpicadero, ni te pongas pendientes y tira de una vez esos tacones que te hacen tanto daño.
A veces, cuando todavía no has llegado, creo oír tu música al piano y es cuando más loco me siento y es que le has dado otro sentido a la soledad. Fue mi amiga mucho tiempo y ahora no sé muy bien cómo tratarla cuando viene de visita. Nos conocemos tanto que ni hablamos, simplemente nos miramos. Ella no quiere que te mencione y yo no hace falta que le diga que lo dejamos por tu culpa, que en esta cama empezaba a sobrar gente. También te enemistaste con los fantasmas del pasado que vivían en los armarios, arropados entre los suéteres de invierno, esperando siempre la noche más fría. A estos los mataste de hambre…a base de alargar las primaveras. Pasaron muchos años antes de acordarme de que los teníamos ahí encerrados. Ahora son el contenido de tres bonitos tarros de cenizas que decoran nuestra chimenea.
La pianista y el loco, el loco y la pianista. Esa pareja que todos envidian pero nadie quiere ser. Porque el funambulismo emocional asusta si se mira desde tierra firme y porque los precipicios no están para ser cruzados. Aunque esas tardes de domingo en las que me preguntas por qué estamos juntos reconozco que solo puedo responderte que la única razón es el miedo. El miedo a no saber ya qué hacer si no estoy contigo.
Todo esto te lo digo porque hoy es uno de esos días en los que me gustaría conocerte o haberte conocido, saber quién eres tú, quién soy yo ahora y sobre todo cómo suena esa canción.
No dejes de tararearla.