Síndrome de Stendhal

Hoy es uno de esos días en los que necesito escribir, simplemente para no olvidar. Para que este día no se desvanezca. Porque lo que no se escribe, se olvida. Como tantos días en esa incesante sucesión de mañanas, tardes y noches, que hacen que todos los días parezcan iguales. Pero no lo son, no son iguales.

Escribo desde Florencia, desde la terraza del Westin Excelsior. Con un Negroni en la mesa, en honor al Luigi de 2004 y a todos los advenedizos que vinieron después. En aquella época lejana, borrosa, de la que no recuerdo casi nada, creo que también pasé por Florencia, pero mi memoria no retiene nada de entonces. Me frustra tantas cosas vividas de las que no queda ni un mísero recuerdo en la memoria, por más que busques: vacío. Por eso, hoy no quería volver a caer en la misma trampa de desidia y, en un esfuerzo desesperado por crear recuerdos, me puse ‘Bird’ de Charlie Parker en los auriculares y me eché a andar por la orilla del Arno, en esta ciudad maravillosa, en la que me dice la Wikipedia que convivieron -quizá hasta se cruzaron por la calle- Leonardo, Michelangelo, Dante y Botticelli, entre muchos otros. El jazz es la música perfecta para que el paseo me haga sentir como en una película de Woody Allen en su época europea, una manera perfecta de reflexionar mientras cruzo el Ponte Vecchio sobre esas personas que ya no están, y en las que están, pero como si no estuvieran. Me vienen a la cabeza rostros, ojos, labios, conversaciones a medias y daría lo que fuera por sentarme a tomar un Spritz con algunas de ellas mientras cae el sol por los Apeninos. Fantasmas de la memoria a los que les sentaría muy bien un poco del amargo Aperol.

En la terraza, tengo en frente a una joven americana, ruidosa, morena que sería atractiva si no fuera porque soy capaz de entender su conversación banal llena de todos los clichés posibles que parecen importarle tan poco a Tracey de Colorado como a mí: ‘Me encantaría aprender italiano, las clases van bien, son todos tan guapos, pero taaaaan pesados’. Todo dicho en voz aguda y estridente. En la mesa del fondo, un señor con aire a John Malkovich, unos 5 o 10 años mayor que yo, vestido con un suéter de cuello de pico negro. Harto de todo parece decidir unirse en lugar de rendirse, saca su móvil para otra videollamada. Quizá para sentirse más integrado. No lo sé, no me importa. Todos enfocando sus cámaras al atardecer, presumiendo de paisaje. Yo hago esfuerzos por no coger mi móvil, pero quisiera recordar esta sensación. Dicen que la felicidad es querer estar aquí y ahora, y con la gente que estás. Yo estoy solo, deliberadamente solo, pero de verdad que no cambiaría este momento por muchas otras cosas en este instante. En Florencia, a 18 grados a finales de enero, con la calma que da la soledad consciente y saber que nadie me espera. Soledad elegida. Porque podría haber volado mañana; la conferencia no empieza hasta el lunes, pero tenía ganas de 24 horas solo en Italia. Hotel de 5*, libros atrasados y la firme promesa de sacarme de encima esas ganas de escribir. Esa necesidad imperiosa de enfrentarme a mí en este teclado, porque lo que no se escribe, no se recuerda y yo -desde que nació Brunettino- no soy capaz de darle al pause para poner por escrito este torrente de emociones. Porque echo mucho de menos escribir, convertir ideas en palabras y elegir, con mayor o menor éxito, la siguiente idea a desarrollar. Disfrutando de los recovecos a donde nos acaba llevando este pensarmiento sin estructura.

Quizá echaba de menos también estar solo. Me mudé muchas veces solo, viajé mucho, viví solo, volé solo, aterricé en Kenia, Estados Unidos, Alemania, Suiza y Malasia solo. Cenaba solo y dormía –casi siempre– solo y, de repente, –desde hace 10 años– todo es acompañado. Y no me quejo. No quiero. No debo. No hay razones. Pero echo de menos mi voz entre tanto ruido y algo me hace pensar, cuando miro a la gente sonreír sin ganas, que algo parecido no solo me pasa a mí. Echo de menos elegir quién quiero ser y practicarlo. Cierto es que cada día es un regalo, y más con Brunettino. No bastan las fotos del iPhone para recordarlo. Me hago mayor, casi 45, y aún no he sido capaz de escribir nada que valga la pena leer. Quizá Brunettino sea la excusa para hacerlo. Espero estar aquí siempre, pero ¿y si no lo estuviera? Tengo tantas cosas que contarle, que preguntarle, quizá debería dejarlas por escrito. Es una derrota pensar que no estaré siempre para contárselas, pero también es una realidad.

Ojalá esto no sea otro arrebato, un acusado síndrome de Stendhal en variante literaria. Ojalá sea la vuelta definitiva al ejercicio de escribir, aunque sea sin sentido. Porque no basta con querer estar aquí y ahora y con él. Hay que, además, poder recordarlo. Y eso pasa por escribirlo, elegirlo y por hacer que no todos los días sean iguales. Viajar como terapia, escribir como antídoto a la desidía.

Es importante estar solo, alejarte del ruido, para entender qué y quién echas de menos. Respirar hondo, escribir, leer, ser consciente y tomar consciencia para volver a empezar, para no estar siempre en el mismo sitio. Al tedio ni agua, solo medidas paliativas.

Pago la cuenta, me voy a mi habitación, cuando vuelva aquí volveré contigo.

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