Nada más

Cuando entro a un bar, a una habitación o incluso a una reunión me paso los primeros minutos analizando el entorno. Miro las manos de la gente, cuento los anillos, repaso las paredes buscando anomalías, me fijo en los cuadros y sobre todo en las orejas. Dos detalles que nunca puedo omitir. Busco fotos si es que las hay y me pregunto qué nos trajo a cada uno de nosotros a este mismo sitio. Durante el tiempo que esté en dicha estancia seguiré recabando datos inútiles: cuándo se cortó aquel hombre las uñas por última vez, cómo se abotona la camisa esa otra mujer, cuánto mira aquel su móvil o cómo se muerde el labio superior la chica del fondo. Si son parejas me recreo en sus interacciones, ¿se chistan? ¿Se miran? ¿Se acarician? ¿Se quieren? Pregunta, esta última, que casi nunca puedo contestar a la primera.

El origen de este peculiar hábito, tan agotador como inútil,  se lo debo a mi difunto abuelo: Don Juan Cabrón. Cuando íbamos a comprar helado y café al bar de la piscina, él amenizaba la espera con un juego muy peculiar. Al entrar me decía “fíjate en aquella mesa” y en el camino de vuelta a casa me preguntaba cosas como “¿cuántas copas había en la mesa?”, “¿quién crees que paga la comida?” o “¿qué bebía fulanita?”. Si estaban jugando al dominó me preguntaba quién iba ganando o a quién le tocaba tirar cuando nos estábamos yendo. Yo casi nunca acertaba pero reconozco que cuando lo hacía su amable sonrisa valía más que todo el helado del mundo. Mi abuelo era un gran hombre.

Así que de aquellos polvos vienen estos lodos y a él le debo mi curiosa afición por fijarme en los detalles más tontos. Y no es que yo tenga memoria fotográfica, ni mucho menos, es una especie de acto reflejo que, como un proceso en segundo plano, se dispara cada vez que entro a un sitio por primera vez.

Y todo este rollo tan bucólico es únicamente para decirte que de todos los bares, habitaciones y hoteles en los que estuvimos juntos solo consigo recordar la manera en la que tú me mirabas. Nada más.

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Tengo que reconocer que al final se me ha ido el Santo al Cielo, nunca mejor dicho, y pese a ser consciente de que he gastado ya el giro argumental, la sorpresa y toda esa parafernalia, este post se me está yendo de las manos y ahora ya no podría terminar sin recordar una de las frases que más usaba mi abuelo, tan sabio como cabrón: “Si tiene solución no te preocupes y si no la tiene… ¿para qué preocuparse?”

Su otra frase preferida era «nada dura para siempre», pero ahí se equivocaba. Su presencia es el contra ejemplo.

Te echo mucho de menos abuelo.Photo 27-02-13 22 56 05Mucho.

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