Hacía tres años y siete meses que no nos veíamos. Yo cumplía treinta el día que me dijiste que con él todo era más fácil. No nos volvimos ver hasta hoy. Fueron casi diez años juntos de los cuales tres vivimos en aquella casa.
En la notaría estaba todo ya dispuesto para la firma que acabaría con lo poco que quedaba de aquel sueño tan lejano como imposible. A mi izquierda la chica de la inmobiliaria mascaba chicle sonoramente mientras amenizaba la espera con conversaciones de lata. Al su lado el señor notario se limpiaba las gafas con el final de una corbata antigua, triste y gris, perfectamente a juego con la escena. Al otro lado de la mesa el comprador recién aterrizado de Canadá. Nunca imaginé que traspasaría mis recuerdos a alguien que lleva chanclas en mayo. Afuera llovía. Llovía y hacía frío porque ese día no se merecía otra cosa. Para acabar el reparto teníamos sentados, uno frente al otro, al apoderado del banco y al administrador. Menuda calaña. Ellos hablaban del tiempo y de las virtudes de la comida española, yo hacía rato que dejé de escucharlos a todos. A mí derecha una silla vacía donde en cualquier momento te sentarías tú.
Apareciste entre las puertas corredizas con la misma mirada que cuando entraste tarde y por primera vez a la clase del instituto donde nos conocimos. Y es que tu cara fue siempre un jeroglífico de expresiones que se me dio muy bien descifrar y reconozco que los nervios te hacen aún más interesante. Al verme reíste con todo el cuerpo, recordándome de golpe por qué me volví completamente loco por ti. Sonreías igual cuando por fin conseguía cambiarte el humor en medio de nuestras discusiones. “Es imposible enfadarse contigo“, me decías y yo intentaba extirparte tu pena crónica a base de besos.
Llevabas gafas nuevas de Tous, un vestido corto muy rosa que combinaba a la perfección con el fular, el bolso y esas bailarinas gastadas por las puntas. “Pero si nunca te gustó el rosa” alcancé a pensar mientras descubría tu brazo, como una exclamación al final de una frase inesperada, arropando con cariño una barriga de siete meses. ¡Sorpresa!
Mi primer instinto fue esperar a que te sentaras y alargar mi mano para coger la tuya, mirarte a los ojos que ahora me evitaban y llorarte una enhorabuena. Como si la noticia nos la acabaran de haber dado a los dos. Como si fuera hace tres años.
Conté los segundos mentalmente hasta casi los cien y por fin me miraste. Estabas roja de vergüenza y tan preciosa como siempre. “Enhorabuena” te dije y gracias al silencio absoluto que se formó en la habitación pude oír al cansado señor notario pensar: “ah… ¿no lo sabías?”
La del chicle dejó por un momento de mascar obsesivamente, tan mona como poco recatada, se recostó sobre la mesa para acercase a ti y te dijo al oído: “¿se me olvidó preguntarte el estado civil?”. “Casada” contestaste. Y otra vez roja y otra vez sin mirarme el proceso se repitió. Menos de tres minutos llevabas en la habitación cuando lo dije por segunda vez: enhorabuena. Esta vez el señor notario no pudo reprimirse: “¡Joder menudo día!”
El resto carece ya de importancia, pagar para deshacerse de un piso porque vendes por debajo del precio de la hipoteca empieza a ser algo común en esta economía del absurdo. El canadiense se mesaba la barba mientras comprobaba nuestros cheques. Dieciocho mil euros nos costó volver a ser tú y yo después de toda una vida siendo nosotros.
“¿Te da tiempo para un café?”, pregunté y asentiste con la connivencia de saber que todo se ha acabado. Yo lo llevaba bastante bien hasta que te toqué la barriga y noté que algo se me rompía por dentro. No sabría decirte qué fue lo que pasó pero supongo que fue la sensación de no ser nadie ya. Había soñado siempre con ese gesto pero no en una cafetería, no el uno frente al otro y sobre todo no con la ilusión puesta en un futuro en el que yo solo era un extraño.
Tengo casi 34 años y allí sentado frente a ti tuve que enfrentarme a todos los caminos que nunca escogimos. A toda esas decisiones que nos trajeron hasta este día. Ya nunca sería padre con la primera mujer que amé. Me sentía feliz por ti pero notaba como me desangraba poco a poco en plena hemorragia de recuerdos. Tenía que salir de ahí. Ya estaba todo dicho. Aun así llegó la hora de despedirse y preguntaste: “¿A que de todas la posibles entradas no te esperabas una como esta?”. Automáticamente repliqué: “no, de rosa no.” Y te reíste alegando que no era rosa sino coral, pero ya no importaba. Al rato te fuiste y yo me alejé para siempre pensando que la gente cambia mientras todo sigue igual, que supongo que es la lección que aprendí aquella mañana en la más triste de las notarías después de un café de casi veinte mil euros.
Y me senté en un bar a escribir esto, comprendiendo que la pena no era haber llegado al final sino aceptar que lo volvería a vivir todo aun sabiendo cómo acaba.
Enhorabuena.