Febrero, la grisura y algo parecido a una declaración de amor

Se escapa el 2015 sin que nos demos cuenta, lo mismo le pasa a mis treinta y a la promesas que me hice una nochevieja en el puente de Albert Bridge. Se escapan las cosas a las que no puedes aferrarte, ya solo quedan mis folios, tú y una extraña sensación de misión cumplida. Bienvenida sea la soledad compartida de este invierno amable, imposible de repetir. Quién sabe si llego la hora de marcar algunos de los checkboxes. Quién sabe qué será esto que empieza ahora.

Dicen que dejo Londres y vuelvo al Madrid canalla que una vez me hizo como soy. Dicen. Dicen que se acabaron los 4 vuelos al mes y despertarte sin saber en qué ciudad duermes hoy. Dicen esto mientras a mí, cada vez, me cuesta más escribir. Jodida mezcla esta de felicidad contenida y pollo loco corriendo sin cabeza.

Mientras, febrero llegó otra vez. Como todos los años. Como aquella pequeña chica pizpireta que solía aparecer algún invierno. Hoy es viernes y he quedado contigo en el Starbucks de Marszalkowska, me desperté ayer en Barna borracho de amigos tras una noche recordando lo jóvenes que fuimos hace demasiadas noches en Madrid. En el avión volví a leerme un librito de esos que de triste que es te hace sentir vivo. Hablaba de Pigalle, de la juventud perdida y de un café donde me encantaría que alguien supiera mi nombre. Uno de esos sueños raros que nunca se cumplirán, una caja que queda sin checkbox. ¿Cómo de importante es eso ahora?

Pasa la tarde aquí en el café, escribiendo, llenándo mi cabeza de ti mientras veo pasar la gente y deseo ser todos ellos por un rato. Me doy cuenta de que quizá eres tú ese monstruo que devora mis obsesiones o la señal obvia del final de esa parte de mí que no hay más remedio que dejar atrás. Como bien dice Podiani:

Era un parroquiano muy discreto de Le Condé y siempre me quedaba un poco aparte y me contentaba con escuchar lo que decían todos los demás. Me bastaba. Me encontraba a gusto con ellos. Le Condé era para mí un refugio contra todo lo que preveía que traería la grisura de la vida. Habría una parte de mí mismo –la mejor– que algún día no quedaría más remedio que dejar allí.

La grisura de la vida, qué duro y qué verdad. Y cómo asusta. De hecho parece que sea de lo único que sé escribir y es que como los galos temían el cielo cayendo sobre sus cabezas, del mismo modo, temo yo la grisura de la vida. Y ya está bien. Que cada uno escoja sus fantasmas. Hay gente que se obsesiona con parecer, otros con conquistar –mujeres, sueldos, pequeñas victorias–, hay quien solo quiere marcar los checkboxes, otros –como mi vecino– quieren cambiar el mundo. Yo no. Por momentos tan simple que parece mentira: yo tan solo quiero erradicar la grisura. Yo quiero color.

Pero volvamos al avión y definamos color para aquellos que creen que alguna vez mis metáforas aspiran a algo…

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En ese mismo avión, sobrevolando Bratislava, decidí que esta noche te pondré en los earphones del iPhone esa canción de Låpsley en modo repeat. No entenderás nada pero cuando salgas de la ducha y yo te pediré –una vez más– que simplemente confíes en mí. Para entonces las dos botellas de Ribera del Duero que compré en el Duty Free serán carcasas vacías de las ganas que tenia de verte. Sobre tu piel blanca y tu pelo rubio tan solo dos auriculares inundando completamente esta pequeña habitación que tanto vamos a echar de menos. Otra vez la música a todo volumen para sentirnos un poco más livianos. Te hablo y te conformas con leer mis labios mientras yo noto como empiezan a temblar los tuyos. La música muy alta en tu cabeza. La temperatura que no deja de subir y afuera todo completamente nevado. Recorro una y otra vez los ciento y ochenta centímetros de un cuerpo que no me acabo. Como si fuera la primera vez, o como si fueras a desaparecer mañana. No me canso de ti. No me canso de pensar que quizá tú eres el propósito que tanto andaba buscando. Así es para mí el color. Así combato la gisura. Sin casi poesía.

Y todos sabemos que pronto dejaré de escribir porque dejará de tener sentido, una chica que le da mil patadas a la que un día imaginé entrando en el Royal Festival Hall está a punto de venir a recogerme. Para alguien como yo que solo sabe escribir sus tontas ensoñaciones sería importante saber parar antes de convertir estos pensarmientos en manadas de unicornios vomitando arcoíris. Quizá ahora toca escribir de los miedos, de los nuevos, tan distintos como absurdos. De los hijos que no tengo o de la crisis de los cuarenta. Quién sabe.

Aunque mi único miedo hoy, en este Starbucks de Marszalkowska, dista un poco de la grisura. Hoy temo lo que dejo atrás, temo no perderme nunca más en un café de una ciudad en la que no conozco a nadie. No volver a viajar sin planes. No volver a tener al tiempo y la soledad como aliados. No volver a sentirme en casa en un sitio que no conozco. Pero algo me dice que tú te perderías conmigo y como dijo Bill tenemos pendiente nuestro viaje a ninguna parte para ver si nuestras miserias son acicate, un mal soportable o suficiente razón para mandarlo todo a la mierda.

Ahora cuando acabe Låpsley te lo diré al oído…¿declaramos juntos la guerra a la grisura?

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