Comala otra vez (AKA: La parábola de las empanadas)

Corría el año 2002 cuando el, muchas veces mencionado ya, Maestro Sabina cantaba aquello de “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver.” Yo recuerdo perfectamente la primera vez que oí esa frase.  Fue en un concierto acústico de la gira “Nos sobran los motivos” al que por alguna razón que ahora no recuerdo fui solo. La canción la había escrito para Ana Belén pero era tan jodidamente buena que no pudo resistir sacarla en su siguiente disco: “Dímelo en la Calle”. Disco flojo donde los haya pero al que le siguió una reedición disco-libro ilustrado llamada “Diario de un peatón” que lo salvó. Esta edición contenía otra perla que nunca se ha tocado en concierto y que para mí sigue siendo la mejor historia de corrupción y cuernos que he oído jamás: “Doble vida”.

Bien. Todo eso lo cuento porque desde que oí esa canción en aquel concierto no dejé de preguntarme qué sería “Comala” y qué tenía que ver con tamaña verdad. Tuve que esperar hasta tener el cedé con la transcripción de las letras para darme cuenta de que Comala era un nombre de ciudad. Google por entonces ya te permitía resolver misterios imposibles y así fue como descubrí que Comala era el lugar donde Juan Rulfo daba rienda suelta al monólogo interior de Pedro Páramo. Corrí pues al Corte Inglés y compré ese libro que me leí de tirón una tarde en el antiguo cauce del río. Reconozco que no disfruté de la lectura, devoraba el libro intentando desentrañar los secretos que escondía aquel misterioso pueblo. La narrativa, compleja y repleta de símbolos, me hacía ir de atrás adelante en lo leído, tratando de encontrar sin éxito alguna explicación a mis preocupaciones.

Muchos, muchos años después, releería el libro y aprendería que esa novela se considera unos del los máximos exponentes del archifamoso realismo mágico. En esa segunda lectura creo que sí disfruté de la novela. En 2002 solo quería comprender por qué no se podía volver a  Comala, sin entender que eso no se aprende en los libros.

Y desde entonces ese pequeño pueblo perdido de México se convirtió en un símbolo para mí, en un recordatorio de lo difícil que es revivir algo por mucho esfuerzo que pongas. Una palabra que nunca me ha dejado de acompañar. Corre ya el 2013 y todavía cuando vuelvo a sitios donde fui feliz no puedo evitar susurrar en voz baja: “….no debieras tratar de volver…”

Esta pequeña reseña medio musical, medio literaria y sin muchas pretensiones me sirve como introducción a lo que vendremos a llamar “la parábola de las empanadas argentinas”

La parábola dice así…

 Al entrar no pude evitar recordar una vez más aquella famosa frase de Sabina.  “No debieras tratar de volver” me decía una y otra vez a media voz: “no debieras tratar de volver”. La chica me miraba extrañada pero, consciente como era de que estoy un poco loco, no dijo nada. La última vez que nos vimos me despedía de ella en un taxi que acabábamos de parar juntos, sin decir nada más que “toma, he disfrutado de la cena, te doy este dinero y te vas a casa.” Aún no entiendo por qué me volvió a llamar. Yo debía haber elegido otro sitio para esta segunda cita, pero reconozco que el ambiente íntimo, las luces rojas, la música en directo y el innegable atractivo del nombre del local hicieron que no le diese más vueltas: el Trovador sería el sitio.

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La carta de vinos era escueta y overpriced, como acompañamiento a cualquier bebida te ponían palomitas picantes y la camarera parecía sacada del otro lado del espejo de Wonderland.  Nada de eso me importó la primera vez que vine. ¿Qué había cambiado?

La decisión a la hora de pedir comida era fácil y se limitaba a sus dos platos estrella: empanadas argentinas y rollitos primavera al estilo tailandés. Pedí uno de cada.

Cuando la camarera por fin trajo las empanadas junto a la segunda botella de aquel horrible vino chileno. Ella me miró aparentemente preocupada y me soltó:

–¿Prefieres empanada o rollitos? – a lo que yo rápidamente repliqué.

–Yo soy mucho más de empanadas que de rollos – y sonreí.

Ella pareció no apreciar la sutil ironía y tras una interminable pausa durante la que no dejé apagar mi sonrisa más ensayada, ella por fin pareció decidirse.

–Hoy comienzo una nueva dieta, si no te importa, ¿te comes tú las empanadas? – todo esto sin ni siquiera devolverme un amago de algo parecido a una sonrisa.

Yo no sabía muy bien si me estaba siguiendo el juego o realmente se negaba a compartir lo que había sobre la mesa. Consciente de que aquello iba a ser imposible de remontar aparté el plato y me dispuse a comerme yo solo mi enorme empanada. Mientras, ella disfrutaba de sus insípidos pero ligeros rollitos. Genial. El resto de la noche fue tan aburrido como previsible.

Mucho tiempo después comprendí que hasta el más frugal de los rollos (y más en primavera) esconde en el interior un poco de pasta de empanada. Recuérdalo en tu próxima cita.

Fin.

Hasta aquí mi simple parábola y su tonta moraleja. Sin querer ponerme prosaico he de decir que –empanadas y rollos aparte– esa cita me sirvió para recordar que mi comida preferida sigue siendo la de buenos días. De eso sí que no cabe duda

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