La vida está llena de días grises, viajes de ida y vuelta de la oficina al sofá. Días que todos juntos forman un único recuerdo como millones de papeles prensados en una gran masa blanca. Tristeza monocromo con títulos de crédito y suscripciones mensuales. Y de repente color y vértigo. Blanco nieve desde la ventanilla del avión, el azul interminable de cruzar el Atlántico, el verde de ríos amazónicos; vértigo de pasear por una ciudad que no conoces, de pensar quién serías tú si hubieras nacido aquí, del miedo preventivo cuando anochece que se desvanece conforme pasan los días. Preguntas, emociones, suspicacias y recelos que automáticamente te recuerdan cuánto te gustaba esta sensación de sentirte, por unos instantes, totalmente fuera de lugar. Propongo medir la vida en cantidad de veces que te has preguntado, “¿pero qué cojones hago aquí?”. El resto, inexorablemente se olvida.
Pisco sour en mano, terraza del hotel de un día demasiado largo, madrugón y atardecer de esos que nunca te cansan y, como la archifamosa madalena, te transportas a una tarde en Matruska volviendo de David Gareja compartiendo auriculares. En el mercado de los recuerdos ese cielo rojizo se paga a precio de Picasso. El Monet sería las dos cervezas hundidas en la arena de aquella playa de Tailandia. Un incunable son las noches en autobús pasando frío en Asia. En el mismo orden de cosas, un lunes por la mañana de teletrabajo debe ser una carta de hacienda que tiras sin abrir. Por eso deberíamos viajar más. Viajar como método de encuentro, lejos, muy lejos del ocio.
Yo me encontré trocitos míos en cada uno de los viajes que hice solo. Pero eso ya lo sabes. La vieja paradoja de deshacerte de todo para ver qué echas en falta. Perderte para aprender que nunca son cosas ni sitios lo que más añoras. Mirar por la ventana para desafiar a tu reflejo y cuestionar las cosas adecuadas. Jugar a romper el diapasón del tiempo haciendo que los días pasen volando, que las horas de espera se midan en novelas y las noches de avión en inmersivas desconexiones que siempre se hacen cortas. Lejos, muy lejos del ocio.
Viajar solo para encontrarse y viajar contigo para recordarte. Porque el mismo día repetido mil veces es una secuencia gris de fotogramas que se desgasta como cualquier cosa que se usa demasiado. Por el contrario, las primeras veces son fluorescentes que se iluminan cada vez que los miras. Viajar juntos es pues una cruzada en busca de momentos de los que no se olvidan, de nuevos surcos en la memoria en vez de ahondar en los que ya tenemos. Sería un sacrilegio no aprovechar nuestro don innato para recordar únicamente las primeras veces. Pero recuerda: lejos, muy lejos del ocio.
Poniendo a prueba tu paciencia, la capacidad de no aburrirnos. Despojarnos de absolutamente todo para ver si siguen quedando temas de conversación, ni niños, ni trabajo, ni oficina. Que se joda Trump, el Brexit y las noticias de cosas que no importan. Desnudos de todo el ruido que nos acompaña. Aguantar nuestros silencios sabiendo que no nos ocultamos nada. Que pensar no hace ruido y la más nociva forma de callar es llenarlo todo de palabras. Recuérdame de qué se habla cuando nos quedamos desnudos de miedos, de preocupaciones, de ropa y de ganas de estar en cualquier otro sitio. Piénsalo. Fue así como nos conocimos, como se conocen todas las parejas: botella de vino y noches en vela intentando aprendernos de memoria. Piénsalo. Viajar es recrear esa situación forzada en que la realidad no se confunde con el día a día. Mirar al futuro sin pensar en mañana. Viajar como método para encontrarse, lejos, muy lejos del ocio.
Unas horas después, ya de noche, sonrío a los extraños de vuelta a la habitación y me doy cuenta de que a veces, sobre todo cuando escribo, puedo pecar de ingenuo, idealista o mejor dicho insoportable idiota. Lo sé. Sé que viajar únicamente no soluciona nada, que buscar la novedad siempre es de por sí otra condena, que sin algún sitio que volver no hay viaje que valga, que cualquier exceso cansa y mil otras frases hechas. Busquemos pues el equilibrio entre Monets y cartas de Hacienda. Gastemos todos los ahorros en cosas que valga la pena recordar. Planifiquemos el cambio sistemático como rutina. El objetivo es anhelar recuerdos nuevos, no cosas. Abandonar la repetición en pro de las primeras veces. Viajar como método de encuentro, para recodarme quién soy o quise ser. Viajar, para mantener la ilusión que ni se aprende ni se práctica. Viajar, contigo, con él. Los 3 juntos.
