De repente resulta que todos queremos ser escritores. Nacimos para triunfar y tenemos algo que decir. Ahora parece que todo es posible y que lo único que hace falta es proponérselo. Me cansa tanta mentira, me fatiga la mediocridad de creerse lo imposible, ya decía Eddie Vansi que fracasar no es fácil –toda una vida intentándolo- y nadie quiso hacerle caso.
Blogs como este pueblan los abismos de Internet: tan solitarios como la fea al principio del baile, tan inútiles como volverlo a intentar. Aun así me siento cada cierto tiempo frente a este teclado, esta pantalla en blanco parpadeante y me enfrento a la vergüenza de leer cosas que no quiero escribir. Toca pues preguntarse por qué lo hago, a quién escribo o qué extraña soberbia me motiva a intentar algo que sé que nunca conseguiré. Hoy leí en el periódico las declaraciones de Hugh Grant cuando, tras enorme fellatio, le preguntaron en Los Angeles si iba al psicoanalista. Él se limitó a contestar “en Inglaterra leemos libros”. Respeto. Respeto eterno al no-niño de mirada caída y presencia de gentleman.
Leemos porque la realidad a veces es demasiado aburrida como para rememorarla cada día. Leemos para no estar solos cuando más queremos estarlo, para reconocernos en hombres y mujeres que ya no existen o quizá nunca lo hicieron. Igual que escribimos para decirnos cosas que no queremos oír, para retener sensaciones que de ninguna manera queremos dejar pasar o simplemente porque hay una frase que solo al escribirla dejara de resonar en tu cabeza. Escribir es leer en voz alta pensamientos que rehuyes, es reconocer que no todo va tan bien como debería. Hablar con uno mismo sin darse siempre la razón.
Sé que mi prosa, infantil y deficiente, no me permite aspirar a mucho más que a estas galeradas de madrugada. Sé que mis textos fusilan canciones y libros por todos conocidos, pero es que al final eso soy yo: un mosaico de influencias demasiado fuertes para ser olvidadas, un eterno inconformista que sigue buscando su sitio, algunas veces solo y otras mal acompañado.
Por eso vuelvo de manera sistemática – whisky en mano- a comprobar si aún me queda algo que decir. Algún día se acabaran las palabras o quizá la ilusión. Ya no vendré aquí lo sábados por la noche y me limitaré a vivir esa felicidad doméstica tan veces anhelada. Mientras tanto –como dice Rosa Montero en su Crónica del desamor- “me queda la serena certidumbre de que en este ajedrez de perdedores más pierden aquellos que ni tan siquiera juegan” que, abusando una vez más de mis referencias, es lo mismo que dice una guapísima Jean Seberg a Belmondo en aquel interminable plano secuencia de “Al final de la escapada”. Ella cita a Faulkner y él se limita a preguntarle una y otra vez “¿nos acostaremos esta noche?”. Poco más queda por decir.
Qué bien sienta sentirse vivo de vez en cuando. Octubre…vayan pasando…